Que miras?

domingo, 21 de mayo de 2017

Algo ha cambiado. Algo pasa que cambia todo asì como si nada...
Es el tiempo que nunca se detiene, es eso que no existe que no deja de existir a fuerza de inventarlo.
Me asecha algo que amenaza con una pèrdida irrecuperable. El silencio màs absoluto. Donde la trama cesa y todo se oscurece, Lo misterioso de lo no conocido que sella para siempre el silencio y la incertidumbre.
Del lado de acà el desconsuelo, la imposibilidad, la impotencia.
El tiempo nos marca que cada vez falta menos, y no lo sabíamos! Por que nunca llegamos a sentir realmente que ese momento algùn dìa llega, llega y nos atraviesa de par en par, nos desgarra con su amenaza inminente. No somos nada. Somos el instante, la sucesión de muchos instantes y de un instante a otro quizàs ya no somos màs nada.
Del lado de allà ...¿Què pasa cuando ya no somos màs nada acà?
Acà Algo pierde consistencia, algo se inmortaliza para siempre, pero ya sin nuevos instantes.
Algo amenaza con morirse en mì para siempre y formar parte sòlo de mis recuerdos, esas imàgenes que tambièn con el tiempo iràn borrándose y perdièndose.
Todo siempre me remite a la pèrdida, inherente a nuestra condiciòn.
Tambièn yo irè hacia ese fin algún dìa, no sè que dìa, ni cuando.
La incertidumbre de vivir y saber el reverso. ¿Lo sabemos realmente? ¿Lo sentimos realmente?

viernes, 7 de octubre de 2016

Salir del atascadero del 'placer right now': Transformación...

Nuevamente me encuentro en la aventurada tarea de lo que se podría llamar la transformación o transmutación de esto tan propio de lo que no puedo escapar. Hacer con. Sòlo que en esta oportunidad, además de estar advertida al cuadrado, hay una especia de idea concreta (?) en torno a que 'esto' es asì y lo va a ser por siempre.
Yo soy esto, pero puedo ser mucho màs que sòlo esto. Utilizar 'esto' a mi favor, y no que ello me utilice a mì.
Vaya tarea!
Siento como si una especie de vacío interior se dibujara cuando comienzo a dejar de dar consistencia a determinadas maneras de gozar, para trocarlas por otras, menos mortíferas.


jueves, 29 de septiembre de 2016

Empezar, como volver a retomar esto que sigue, que no para, que es constante. Esto que siempre me duele, pero siempre es hoy canta el gran Cerati.
Llegué al punto en donde soy yo confrontada con "eso", yo con mi singularidad, ay pero cómo quisiera que no duela tanto!.
Yo y eso, que son una misma cosa. Yo y 'eso' que me divide. "El sujeto dividido" me devolvía Celeste... y yo entonces pensando que tan sencillo era esto que leo, que màs que leerlo lo encarno con mi ser.
Las palabras salen como si las arrancara con fuerza desde adentro, forzadas, por que no es sencillo que esto salga, que tome cierta forma.
Hacer lazo para no quedar en el 'auto'. Lo que pasa es que a veces se me cierran desde adentro las puertas y entonces me ahogo. Y entonces a veces me doy cuenta que puedo abrir la ventana y hasta también puedo abrir las puertas, por que sòlo yo las había cerrado. Solo yo me había fabricado esta especie de jaula cárcel.
Y entonces no queda otra (por que asumì que no quiero 'lo otro') màs que abrir esto y que circule por otros lados, otros caminos. Que circule.

lunes, 4 de febrero de 2013

Boca sucia, pequeña hechicera

Pensar. Fumar. Seguir pensando. El cigarrillo como acompañante terapéutico casi. Este lugar como libro virtual de mis pensamientos, un libro raro y desordenado, como mi vida, puro desorden, pero en ese desorden hay un orden misterioso...una Maga cualquiera..
Retomando lo inicial, pensar. Pensar en las cosas, por qué pasan, cuál es la causa y luego las consecuencias, malditas consecuencias a veces... pero todo es causa y efecto, entonces por que arrepentirse de una consecuencia si podríamos haber pensado en esa causa antes de que se produjera su efecto.
Que enredadera!
Sentimientos encontrados, pasado un tiempo vuelven a aflorar como una vela sumergida en el agua que resurge de las profundidades con fuerza, con ganas de salir de ese fondo al que fue llevada.
"Palabrerío" barato... En sí, la cuestión está en el rencor. Es un sentimiento poco agradable y perturba el alma, hasta ahí vamos bien. Pero al margen de esto, a veces es casi imposible evitarlo. Se desean muertes (¡qué terrible!), se desea una vida llena de aburrimiento a la persona a la cual se le guarda el rencor, se le desea que el tiempo sea esa agonía que le haga sentir que la vida es horrenda y que no valga la pena  seguir respirando el mismo aire que respiran las personas, por que esa persona ha sido acreedora de la ira, los malos pensamientos de alguien que sabe por que motivo merece todas esas agonías (o por lo menos el deseo de que eso se cumpla).

Luego, con la mente un poco más fresca, uno piensa con más claridad y se da cuenta de que en realidad no le importa ni puta mierda eso, pero ese segundo en el que nos detenemos a pensar lo peor sirve de regocijo para saciar esa sed de estúpida venganza que vive un poco en nosotros (en algunos más, en algunos menos), por que la maldad existe en algún rinconcito nuestro. Es inevitable creo yo. Por que luego uno sigue con su vida, prestándole atención a cosas más importantes y menos maliciosas (o por lo menos a mi me parecen banalidades en el fondo). Es una cuestión de actitud, claro está. Como título de este blog, como título de mi filosofía de vida.

Entonces, pensar, fumar, causa, consecuencia, rencor, claridad, sed, maldad, actitud.

ACTITUD.




martes, 14 de agosto de 2012


¿Cómo ablandar el ladrillo? ¿Como derrumbar las paredes, los muros?
Es esperar que una pared haga las funciones que no son propias de ella...
¿Hasta dónde llega la esperanza?.... ¿Hasta dónde se puede?

¿HASTA DÓNDE SI NUNCA PUEDO ALCANZAR?..


"Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impuso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada..."  



                                                   (foto de Vivir en Utopía)

miércoles, 8 de agosto de 2012

Yo también de vez en cuando vomito conejitos, ante el orden establecido a veces me rebelo. A veces no.
Tantas cosas que cuestionar, que uno va perdiendo ya el sentido de que es y que no es cuestionable para uno, de todas maneras, pienso, siempre esta bueno cuestionar las cosas, no aceptarlas por que sí, por el simple hecho de que son así y entregarse a lo cotidiano y lo que es costumbre. El arte de la cuestión, creo, es meramente de prestar atención, y quizá vomitar conejitos no sea nada más ni nada meno que sublimar ante las cosas externas que nos abruman. Son muchas, si, pero sino nos aburriríamos, la simpleza aburre, lo divertido esta en los desafíos, en los enigmas, en esas cosas que ponemos la atención por algún motivo. Hace poco leí una frase que decía: "Donde pones tu atención, nace una realidad". interesante...

Carta a una señorita en París.




Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

|  Julio Cortázar, Bestiario  |

martes, 5 de junio de 2012

en síntesis?

El tiempo, las costumbres, los puntos de vista, las etiquetas y los diccionarios...blabla
quizas la manera de dejar salir un poco  las cosas, y algunas otras quedándose... y ahí en un rinconcito ínfimo de ti mismo las encontrás un día cualquiera, a una hora incierta como un encuentro no premeditado, como algo que no esperabas pero que en realidad se inmiscuye solo con las cosas, como si las reconociera por pura química, por puro instinto... vaya a saber!
La cuestión está en darse cuenta cómo un universo paralelo se construye, tejiendo diversas posibilidades de cristales, las ópticas resplandecen, la imaginación se agudiza , los colores se mezclan.....
A tener en cuenta: la mayoría de la gente desconoce todas estas cosas, mejor dicho, ni siquiera las registra. como si no pudieran salir ni por un segundo de los planos de la realidad, como si fueran esclavos de ella.
Y así es como la vida pierde forma, pierde sentido, estereotipada, llena de objetos, de logos, carente de alma... el alma como motor de los sueños? que sueños? que alma?

(PuNtOs De ViStA)


Desde el punto de vista del búho, del murcielago, del bohemio
y del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno.
La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino.
Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.
Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe,
Cristóbal Colón, con su sombrero de plumas y su capa de terciopelo
rojo, era un papagayo de dimenciones jamás vistas.
.

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno
Desde el punto de vista de un lombriz,

un plato de espaguetis es una orgía.

Donde los hindúes ven una vaca sagrada,

otros ven una gran hamburguesa.

Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno,

Maimónides y Paracelso existía una enfermedad llamada indigestión,

pero no existía una enfermedad llamada hambre.

Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona,

el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno,
era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío-decían
Èl no decía nada, frío tenía, lo que no tenía era un abrigo.


Desde el punto de vista de las estadísticas,

si una persona recibe mil dólares y otra persona no recibe nada,

cada una de esas dos personas aparece recibiendo

quinientos dólares en el cómputo del ingreso percápita.

Desde el punto de vista de la lucha contra la inflación,
las medidas de ajuste son un buen remedio.
Desde el punto de vista de quienes las padecen,
las medidas de ajuste multiplican el cólera, el tifus,
la tuberculosis y otras maldiciones.





Desde el punto de vista del oriente del mundo,
el día de occidente es noche.




En la India, quienes llevan luto, visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda,
era el color de la vida,
y el blanco, color de los huesos,
era el color de la muerte.

Según los viejos sabios de la región Colombiana del Chcó,
Adan y Eva eran negros, y negros eran sus hijos Caín y Abel.
Cuando Caín mató a su hermano de un garrotazo,
tronaron las iras de Dios. Ante las furias del Señor,
el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció
que blanco quedó hasta el fin de sus días.
Los blancos somos, todos, hijos de Caín.

(Eduardo GaleanoPatas arriba. La historia del mundo al revés)